Las fiestas patrias en la narrativa mexicana *
Emmanuel Carballo ®Borzelli Photography
En las sala Adamo Boari, del Palacio de Bellas Artes, en el Distrito Federal, Emmanuel Carballo dictó la conferencia magisterial Bicentenario del grito, en el marco de las efemerides que se realizan en México. Estuvo acopañado por el dramaturgo Alberto Canacasco, quien leyó pasajes del libro que reeditan la editorial Jus y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Emmanuel Carballo sostiene la primera edición de
Las fiestas patrias en la narrativa mexicana ®Borzelli Photography
Prólogo
La idea de preparar esta antología surgió cuando Alfonso Reyes me regaló (obsequio inapreciable por tratarse de una joya bibliográfica) sus iniciales Cuestiones estéticas (1911) con esta dedicatoria: “Para Emmanuel Carballo, cuya juvenil amistad ha querido convencerme de que no envejezco”. Uno de los últimos artículos del libro, “La noche del 15 de septiembre y la novelística nacional”, me permitió asomarme a la riqueza de este tema, tan fácil de tratar en apariencia y tan difícil de conseguir con él obras perdurables. Desde entonces me propuse, cada que lo encontraba en nuestras letras, registrarlo y trabajar a largo plazo una muestra antológica que consignara algunos de los 15 y 16 más sobresalientes de nuestra prosa.
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Al compilar esta mínima antología quise ser fiel (hasta donde es posible) a los puntos de vista de don Alfonso sobre nuestras fiestas patrias: eludir el color local inmotivado o exagerado, desechar las obras de circunstancias, deleznables, tendenciosas y preferir los textos en que el pueblo (no siempre visto como multitud) es el protagonista; sólo me permití una excepción, la del trozo de Carlos Fuentes que da, a partir del pueblo, una visión de 360 grados sobre el 15 de septiembre por la noche.
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Este prólogo está dividido en dos partes: en la primera, informativa, recojo los testimonios históricos más autorizados sobre la evolución del Grito; en la segunda, valorativa, ofrezco mis juicios sobre los autores seleccionados.
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I
Hoy vivimos en un país que construyeron para nosotros con materiales frágiles y planos arquitectónicos confusos, y a veces opuestos, nuestros esforzados tatarabuelos del siglo XIX. Unos liberales y otros conservadores, unos republicanos y otros de frágiles ideas monárquicas, unos que tenían vocación de visionarios y otros que políticamente miraban no hacia adelante sino hacia atrás.
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El país que nos heredaron ha pasado sucesivamente por la Conquista, la Colonia, la Independencia, los dos imperios, la República Restaurada, el Porfiriato, la Revolución, su paulatino e incesante desgaste y el siglo XXI en el que la democracia, que ahora comienza a dar sus primeros frutos no siempre convincentes, es la tarea que a todos nos compete: partidos, asociaciones cívicas, comerciales y financieras, iglesias y ciudadanos comunes y corrientes como nosotros.
Uno de los escasos actos políticos con el que se identifican los mexicanos de todas las etapas de nuestra historia y de todos los credos e ideologías es el Grito de Dolores dado por el cura Hidalgo. Como la Virgen de Guadalupe Hidalgo es para nosotros un santo y seña.
Por esa razón dedico estas páginas a repasar los modos y circunstancias en que se ha celebrado a lo largo de nuestra historia este mínimo y popular discurso de la oratoria política mexicana: las pocas y eficaces palabras que el Padre de la Patria dirigió a los feligreses que se reunieron para asistir a misa la madrugada del 16 de septiembre de 1810.
Alberto Canacasco durante la lectura y Emmanuel Carballo ®Borzelli Photography
No hablo de Hidalgo y los insurgentes que lo siguieron en su justa lucha contra los españoles porque ya ha sido enjuiciada por historiadores profesionales y empeñosos aficionados que en vez de aclarar la visión de sus lectores la distorsionan.
Hidalgo es un suculento trozo de la mejor carne que se disputan los nuevos liberales y los nuevos conservadores. No participo en esta querella que no tiene razón de ser y que no tiene, tampoco, trazas de acabar. Admiro a Hidalgo sin dejar de reconocer sus errores humanos, políticos y militares. En este libro no se habla de él sino de los homenajes que su causa ha merecido a lo largo y ancho del país desde 1812 hasta ahora.
Las siguientes anotaciones extraídas de numerosas fuentes las reduje al máximo, al momento en que el informante cuenta lo más peculiar del Grito que le tocó presenciar o le han contado personas de su amistad; uso también periódicos, folletos y en ocasiones libros. Cuando fue necesario yo hice las veces de “informante”.
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La primera vez que se celebró el aniversario del 16 de septiembre fue en 1812, dos años después de que Hidalgo diera el Grito en el pueblo de Dolores. En la pequeña ciudad de Huichapan, el general Ignacio López Rayón lo conmemoró así. ”Con una descarga de artillería y vuelta general de esquilas comenzó a solemnizarse en la alba de este día el glorioso recuerdo del grito de libertad dado hace dos años, en la congregación de Dolores, por los ilustres héroes y señores serenísimos Hidalgo y Allende, habiéndose anunciado por bando la víspera para que se iluminasen y adornasen todas las calles. Asistió S.E. con el lucido acompañamiento de su escolta, oficialidad y tropa a la misa de gracias, y al tiempo de ella hizo salva la artillería y la compañía de granaderos de Huichapan; a las 12, en la serenata, compitiendo entre sí dos músicas, desempeñaron varias piezas selectas con gusto de S.E. y satisfacción de todo el público”. Además, Andrés Quintana Roo escribió un manifiesto para esa oportunidad que lleva por título “La Junta Suprema de la Nación a los americanos en el aniversario del 16 de septiembre”.
El 16 de septiembre de 1813, en Oaxaca, el periódico Correo del Sur publicó el artículo “Rapto de entusiasmo patriótico de un americano en el feliz aniversario del 16 de septiembre de 1810”.
Morelos, en uno de los veintitrés puntos que propuso se incluyeran en la Constitución, decía: “Que igualmente se solemnice el día 16 de septiembre todos los años, como el día aniversario en que se levantó la voz de la Independencia y nuestra santa libertad comenzó”. La Constitución de Apatzingán no incorporó la sugerencia de Morelos, pero sí declaró día de fiesta nacional el 16 de septiembre.
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El Congreso Constituyente de 1822, a su vez, decretó honores a los héroes y declaró día de fiesta cívica, entre otros, el 16 de septiembre. Este decreto no se puso en práctica dados los acontecimientos que distraían al país.
El nuevo Congreso Constituyente, por decreto del 27 de noviembre de 1824, estableció como únicas festividades cívicas el 16 de septiembre, aniversario del inicio de la lucha por la independencia, y el 4 de octubre, día en que se promulgó la Constitución.
“Sin embargo el año anterior (1823) y bajo la presidencia de don Guadalupe Victoria –cuenta Luis González Obregón–, se había solemnizado el 16 de septiembre de modo digno, pues de antemano se había dispuesto la traslación de los restos de los primeros héroes, que llegaron a la capital un día antes. El 16 se trajeron de la Villa de Guadalupe a la iglesia de Santo Domingo en solemne procesión, y el 17, con igual pompa, se llevaron a la Catedral, donde fueron depositados en la cripta del altar de los Reyes”.
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En 1825 se dio forma a esta fiesta nacional. El gobernador del Distrito Federal publicó un bando en el que se pedía a los ciudadanos que iluminaran sus casas y a las autoridades correspondientes las calles, y que se adornasen las ventanas y balcones con cortinas, flámulas y gallardetes. El 16 de septiembre, en Palacio, el presidente Victoria recibió las felicitaciones del cuerpo diplomático y corporaciones eclesiásticas y civiles. Después se efectuó un desfile por las calles de Tlapaleros, Refugio, Espíritu Santo y Plateros que desemboca en el Palacio Nacional, donde un orador (Juan María Wenceslao Sánchez de la Barquera) pronunció la oración cívica. “Por la tarde, a pesar de la lluvia, se verificó el paseo en la Alameda, y bailes de cuerda, en los que participaron músicas militares. Por la noche, ya serena, siguieron las iluminaciones y fuegos artificiales alegóricos, que se desempeñaron con el mayor lucimiento. En todas estas funciones no se ha advertido más que el júbilo, el buen orden y el entusiasmo patrio de nuestros moderados y virtuosos ciudadanos”.
En 1829, durante las fiestas patrias, las pasiones se exaltaron y se avivaron los odios contra los españoles con motivo de la expedición de Barradas. En 1831 y 1832 las autoridades recomendaron el mayor orden, lo que demuestra que los ánimos no estaban muy tranquilos; en 1832 se prohibieron los cohetes y los vítores.
En 1833 las luchas civiles y el cólera hicieron que las fiestas se celebraran el 4 de octubre. Las autoridades ese año permitieron quemar cohetes y se dio a los habitantes de la capital la libertad necesaria “para que al rompimiento de la aurora pudieran saludarla con cámaras, cohetes, tiros de escopeta o fusil”. González Obregón afirma que esa costumbre duró varios años, “pues todavía recuerdan muchas personas que los vecinos subían a las azoteas y disparaban toda clase de armas de fuego”.
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“Estos primeros aniversarios –relata González Obregón– revestían un carácter a la vez que cívico, religioso, pues no solamente las autoridades políticas tomaban parte de ellos, sino también las religiosas. A la par que los edificios del gobierno, se adornaban e iluminaban todos los templos: la Catedral lo mismo que el Palacio. Los días 17 era costumbre celebrar en nuestra gran Basílica una misa de gracias por los héroes muertos. La fiesta del 16 tomó un carácter enteramente laico a partir de 1857”.
El Siglo XIX en su edición del 15 de septiembre de 1845 publicó esta noticia referente al Grito: “Con motivo del aniversario de la Independencia en la noche del 15 habrá serenata al frente del Palacio Nacional y la Junta Patriótica estará reunida a la misma hora en la Universidad. Para solemnizar este acto, un alumno del colegio de San Gregorio pronunciará una oración encomiástica; concluida, sus colegas, a toda orquesta, cantarán un nuevo himno patriótico. A las 11 comenzará en la Catedral el repique general a vuelo, que secundarán los demás templos, acompañado de salvas de artillería, que se harán en la plaza principal, porque atendiendo al pedido lo ha permitido por esa vez el supremo gobierno, retirándose a sus cuarteles las músicas y bandas de guarnición tocando dianas”.
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La festividad del 16 sólo dejó de celebrarse el año de 1847, cuando “el enemigo extranjero profanó con su planta la ciudad de Cuauhtémoc, y eso en la capital, pues en muchas poblaciones de la República el Grito fue conmemorado dignamente”.
Bajo la intervención y el Imperio se siguió celebrando esta festividad. En 1864, el Emperador se trasladó a Dolores, donde a las once de la noche del día 15 vitoreó a la Independencia desde la ventana de la casa de Hidalgo y el 16 de nuevo se presentó en la casa del libertador para rendirle nuevos honores. En 1865, en la ciudad de México, Maximiliano celebró el Grito con grandes y suntuosas fiestas.
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“Mientras que así se solemnizaba el día de la Patria en Dolores, en la ciudad de México el ilustre presidente, el benemérito Juárez, consagraba a su vez recuerdos a los héroes y celebraba el 16, aun en medio de su difícil y prolongada peregrinación”.
Al triunfo de la República y del restablecimiento del gobierno legítimo, “el 16 se solemnizó en México con gran júbilo y regocijo, revistiendo entonces las fiestas gran pompa y entusiasmo”.
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A partir de la caída de Iturbide y hasta fines del porfirismo, recuerda con dejo criollista Artemio de Valle-Arizpe, “en los barrios de la ciudad de México y en la capitales de los estados, ya no digamos en los pueblos, se repetían 16 con 16 las alharaquientas escandaleras del populacho contra los españoles. Pero con esto no se quería demostrar odio a España, no, sino reconcentrada malquerencia con el gachupín de la tienda de abarrotes, con el de la carnicería o el del empeño. Con mueras y con lapidaciones a sus casas se le daba amplio gusto al rencor particular que cada cual tenía con esa gente que le vendía caro o no le fiaba, o cobrábale lo que le adeudaba o lo explotaba con los préstamos usurarios del montepío. Eran irreprensibles estos anuales alborotos a pesar de los castigos…
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“Yo presencié en San Luis Potosí, en 1908, un caso chistoso en el regocijo del 16 de septiembre. Traía el populacho a mal traer, entre golpes y empellones, a un pobre hombre porque aquellos pelados potosinos dieron y tomaron que era gachupín. El infeliz, como Dios le ayudó, ya coloreando de sangre, pudo demostrar con tal o cual papel y, sobre todo, con el arrastre gangoso de las erres, que no era hispano sino francés de nación. Entonces uno de aquellos exaltados y fervorosos ‘patriotas’ sentenció autoritario: ‛¡Ah! ¿Con que no es gachupín? Pues entonces que se vaya, y déjenlo para el 5 de mayo’.
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“Este era el cansado Grito –añade don Artemio–, y años antes, en 1883, se suprimió la aburrida velada literario-musical, con beneplácito de todo el mundo, y así como entró el festejo al cerrado recinto del elegante Teatro Nacional volvió a salir gozoso al aire libre con el algarero bullicio del pueblo, que revestíalo de alegría, y entonces ya el Grito, con bandera y todo, fue desde el balcón del Palacio”.
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“El 16 de septiembre de 1877 hubo procesión cívica —refiere Moisés González Navarro–: funcionarios y empleados desfilaron en casaca, guantes y con puro; José Rivera y Río habló de patria, gloria, centurias, libertad, héroes y mártires; y a continuación hubo brillante parada militar. En los teatros se celebraron funciones gratuitas, y en la noche un paseo en el Zócalo, donde se quemaron más fuegos artificiales. En total se gastaron 5 mil pesos. Era parte principal, y muy gustada, las ‘jamaicas’, que ‘hoy, en la manía de extranjerizarlo todo, llamamos kermesses’. Los rutinarios programas fueron modificados por las carreras de sacos y velocípedos, celebradas frente al Palacio Nacional en 1891; y en 1896, por la colocación, ante una inmensa muchedumbre, de la Campana de la Independencia en la parte superior de la puerta vidriera del piso alto del Palacio, a las once de la noche del día 15.
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“Las fiestas septembrinas de la capital atraían a gran número de turistas. En 1883 se calcularon en más de 30 mil y algunos lustros después llegaron a embarazar el tránsito en las calles. La animación por la tarde era muy grande en la Alameda, Paseo de la Reforma y Bosque de Chapultepec; y por la noche, Plateros y San Francisco rebosaban de concurrentes. El 15 de septiembre de 1900, los fuegos artificiales gustaron como nunca, especialmente los cohetones que reventaban en floración de colores. Una serenata a Díaz, dada por noventa músicos militares frente a Palacio Nacional, puso fin a la celebración. Algunos se preocupaban mucho por los denuestos y ataques contra los españoles… Además, con el pretexto de la libertad, había borracheras, destrozo de jardines y pavimentos. Después de beber pulque, chinguirito, colonche, chicha o agua sucia llamada té, la multitud acudía al Grito; terminado éste se dispersaba por el centro de la ciudad profiriendo las más soeces injurias contra los gachupines, los mochos y dando vivas a la Virgen de Guadalupe”. En 1910, centenario del inicio de la guerra de Independencia, “las fiestas de septiembre llegaron a la apoteosis: inauguraciones de obras materiales, desfiles militares y de carros alegóricos, verbenas populares y banquetes aristocráticos. Se calcula que medio millón de personas presenció ese año el desfile”.
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El 15 de septiembre de 1912, Francisco I. Madero, el primer presidente electo de la Revolución, enarboló la bandera y dio el Grito desde el balcón central de Palacio, ante el desbordante entusiasmo de los capitalinos, que no creían lo que veían: que estuviera frente a ellos Madero y no Porfirio Díaz.
En 1915, el general Pablo González dio el grito en el Zócalo y Venustiano Carranza en el puerto de Veracruz. En la ciudad de México, en el Salón Blanco de Palacio, se sirvió un lunch (en vez del pomadoso banquete porfirista) al que asistieron algunos generales constitucionalistas.
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En 1916, por indisposición de Carranza (víctima de una fuerte gripe), dio el Grito Cándido Aguilar, quien también presidió el lunch ya institucionalizado.
En 1917 el Grito y el desfile se efectuaron sin incidentes graves. Entre los festejos se incluyeron, por primera vez, vuelos acrobáticos realizados por aviones militares.
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En 1918, además de la programación ordinaria, se celebró un anacrónico festival literario-musical en el que intervinieron Enrique González Martínez, Jesús Urueta y Manuel M. Ponce.
En 1921, el 16 de septiembre, el presidente Obregón depositó en la Catedral una corona de plata con hojas de laurel sobre la urna que guardaba los restos de los héroes de la Independencia.
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En 1925, también el 16 de septiembre, en armones de artillería tirados por mulas, fue trasladada de la Catedral a la Columna de la Independencia la urna en que estaban depositados los restos de nuestros héroes.
De aquí en adelante, y con altibajos, el Grito del 15 y el desfile del 16 han sufrido algunas modificaciones. El mejor ingrediente para el éxito de las fiestas septembrinas sigue siendo el mismo desde 1825: el pueblo. Y el pueblo de entonces y el pueblo de ahora no ha variado sustancialmente: se trata, como dijo Federico Gamboa, de “un pueblo delirante de amor a su terruño, que una noche en cada año cree en sí, recuerda que es soberano y fuerte”. A lo largo de nuestra historia independiente las constantes de estas fiestas han sido el amor a la patria, el antiespañolismo (y después el antiyanquismo y el antifrancesismo), los aguaceros, el papel picado, las flores, el alcohol y la pólvora.
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En 1968, el año de las Olimpiadas y del movimiento estudiantil, se celebraron dos ceremonias del Grito: una la que, como siempre, se efectuó en el Zócalo, en Palacio Nacional, desde el cual Gustavo Díaz Ordaz vitoreó a los héroes de la Independencia y otra en Ciudad Universitaria, donde el ingeniero Heberto Castillo arengó a los estudiantes en un discurso fogoso y bien estructurado.
De aquí en adelante el Grito, cada vez más apabullante debido a las nuevas tecnologías, ha perdido algo de su espontaneidad. Por fuera todo parece igual; por dentro se nota cierto cansancio y cierto descontento.
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Esta cronología un tanto antológica permitirá a quien la siga con atención conocer la evolución histórica del pueblo y el gobierno mexicanos; le permitirá asimismo contemplar nuestros escasos triunfos y nuestras abundantes derrotas, cada vez más profundas y más difíciles de vencer.
II
José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827).- El Pensador Mexicano es un moralista, es decir un costumbrista: retrata las costumbres para que una vez vistas por los interesados, éstos las modifiquen y vivan más de acuerdo con el nuevo mundo que se avecina: el del México independiente. La “Décima conversación del Payo y el Sacristán”, que aquí recojo, está fechada el 29 de septiembre de 1824. En ella Lizardi afirma que se celebra externamente la Independencia, pero que ésta aún no entra en las conciencias de algunas autoridades civiles, y sobre todo de las eclesiásticas, que no miraban con buenos ojos a dónde podía llevarnos el ser dueños de nuestro propio destino.
Victoriano Salado Álvarez (1867-1931).- De sus Episodios nacionales, que abarcan de 1851 a 1867, es decir de Santa Anna a la caída del Imperio de Maximiliano, pasando por la Reforma y la Intervención Francesa, escogí el fragmento que aparece en esta antología. De la tercera de este ciclo de novelas, El golpe de Estado, 1902-19 (el autogolpe perpetrado por el presidente Comonfort), aproveché el trozo que narra cómo se celebraron las fiestas patrias el año de 1856. Las novelas históricas de Salado, que siguen de cerca las que escribió Pérez Galdós, cumplen los requisitos del género: volver accesible la historia, sin desvirtuar su sentido, y divertir a los lectores con las hazañas de personajes que bien pudieron vivir en estos años.
Guillermo Prieto (1818-1897).- Entre todos los textos aquí reunidos, “El Grito” es por la precariedad de las condiciones en que se efectúa el más emotivo y el que mejor evoca las características que tuvo el de Dolores el año de 1810. Pequeña crónica escueta y perfecta, reseña el pobre festejo que Juárez y sus más íntimos colaboradores, en compañía de sus tropas escasas y mal avitualladas, celebraron durante su repliegue hacia el Norte motivado por el avance de las tropas invasoras francesas. Puede situarse entre 1864 y 1865. Se publicó en 1869.
Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893).- Los fragmentos que aquí incluyo están tomadas de la crónica publicada en la revista El Renacimiento el 4 de septiembre de 1869. El Altamirano de estas crónicas es un escritor sobrio y objetivo, poco afecto a las efusiones sentimentales, didáctico sin que se advierta demasiado la tendencia pedagógica, elegante sin caer en el estilo académico, mexicano que aprovecha la tradición universal y rehuye los sinsabores del chato y huero nacionalismo. En estas crónicas, y la observación puede molestar a sus partidarios a ultranza, Altamirano escribe como blanco y no como indio; incluso, y en momentos, su visión del mundo es elitista y por qué no decirlo aristocratizante.
Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895).- El texto suyo que aquí agrupo, “La carta”, Monterde lo incluye entre sus “Últimos cuentos”; por los sucesos a que se refiere el Duque Job, lo sitúo en 1883. Para ello me baso en el estreno en español de la opereta Bocaccio, a la que asiste el autor de esta carta, la que dirige a su novia que vive en la provincia. Olavarría dice que la primera tiple Romualda Moriones la cantó por primera vez en nuestra lengua en el Teatro Nacional el 16 de septiembre de 1883. En este cuento Gutiérrez Nájera comete una licencia literaria: afirma que el presidente en ejercicio era Porfirio Díaz cuando en realidad ocupaba ese cargo el general Manuel González. Cuento apresurado, más bien narración sabrosa y convincente, “La carta” es un texto ágil, levemente irónico (lo cuenta un provinciano recién convertido en metropolitano), que se burla con cariño del protagonista, quien va de sorpresa en sorpresa al afrontar las costumbres de la ciudad grande. Así las fiestas patrias que muestra están vistas con el temple de ánimo de la hipérbole.
Ángel de Campo, Micrós (1868-1908).- De sus cuentos, relatos y narraciones recogidas en Ocios y apuntes (1890) extraje “¡Pobre Jacinta!”, texto que transmuta la realidad y la convierte en obra de arte. De las piezas que forman esta selección, de la Micrós no alude directamente a los festejos patrios, se refiere a ellos a partir de los anhelos de los personajes que desean asistir y no pueden participar por razones ajenas a su voluntad. Si otros autores hablan del comportamiento de sus criaturas en las fiestas de septiembre, Micrós se refiere a las frustraciones y pequeños resentimientos que produce en sus héroes y heroínas la contrariedad de quedarse en casa vestidos y alborotados.
Amado Nervo (1870-1919).- Poco estudiado como prosista (aún no se reconocen sus excelencias estilísticas), Nervo es autor de una extensa obra periodística (sólo recogida en parte) que comprende artículos, crónicas, divagaciones y poemas en prosa que enjuician la vida mexicana y de algunos países europeos (en particular Francia y España), mediante lúcidas reflexiones e intuiciones. Aquí presento uno de sus artículos “Patriotismo impermeable”, publicado en El Nacional el 19 de septiembre de 1895, en el que juzga esa costumbre. El estilo modernista se advierte más en la sintaxis que en el vocabulario.
Luis G. Urbina (1864-1934).- La obra en prosa de Urbina (editoriales, artículos, crítica teatral, crónica y algunas veces cuentos) fue escrita en las redacciones de los periódicos: es decir parte de las incitaciones del momento, está escrita de prisa, sin enmendaduras, “entre las conversaciones de los amigos, el ruido de las cajas y el olor inspirador de la tinta de imprenta”. “La campana de Palacio”, que figura en Cuentos vividos y crónicas soñadas (1915), se publicó en El Universal el 20 de septiembre de 1896. Acerca de este libro el autor dijo que era “frívolo y verboso”. Frívolo porque la crónica era “un pretexto para batir cualquier acontecimiento insignificante y hacer un poco de espuma retórica, sahumada con algunos granitos de gracia y elegancia”. Verboso por el influjo del Modernismo que arrasaba entre los prosistas de esos años. “La campana de Palacio” está escrita con hiel más que con miel.
Salvador Quevedo y Zubieta (1859-1935).- El texto que lo representa lo tomé de su novela La camada (1912). El personaje de este fragmento, Arnulfo Arroyo, está desprendido de la historia policial del Porfiriato. “En la celebración de las fiestas conmemorativas de la Independencia, el 16 de septiembre de 1897 a las 10:30 de la mañana, al llegar la comitiva presidencial a la Alameda, un hombre, al parecer artesano, Arnulfo Arroyo, se abalanzó contra el presidente Díaz y le dio un golpe en la nuca echando abajo el sombrero de general que usaba el mandatario”. Aprehendido, fue apuñalado y muerto en la Inspección de Policía por los mismos guardianes de la ley. En La camada, Quevedo lo presenta como un “caso extremo” de alcohólico que cae en el vicio orillado por las circunstancias sociales y políticas del régimen porfirista. El Inspector de Policía, Velázquez, usa a Arroyo para cometer el atentado contra Díaz; descubierto el fallido magnicidio, el propio Velázquez manda asesinar a Arroyo, a quien Quevedo muestra como un socialista embrionario que intenta hacer justicia por su propia mano. En cierto sentido, y con amplia dosis de imaginación, La camada (novela naturalista), prefigura a La región más transparente de Carlos Fuentes.
Rafael López (1873-1943).- La crónica periodística de López no tiene alas como las de Gutiérrez Nájera, ni está empapada de calor humano hacia los que sufren como las de Micrós, ni puede adjudicársele la facilidad en mangas de camisa que distingue a las de Urbina, de las suyas se puede decir que están escritas frente al espejo, que transparentan las costuras que unen las distintas piezas de ese todo, que el lenguaje es duro y opaco, que su sintaxis es rígida y conscientemente modernista, que parece que están hechas en el gabinete de trabajo más que en las salas de redacción. “El Grito de antaño” forma parte de las Prosas transeúntes (1925) y se público previamente en El Universal el 19 de septiembre de 1920. Narra hechos que ocurrieron en la juventud de López, en 1898.
Federico Gamboa (1864-1939).- En Mi diario, en una de las anotaciones correspondientes al mes de septiembre de 1898, don Federico describe el impresionante espectáculo del Zócalo el día de la fiesta nacional. Estas observaciones, a las que añade las andanzas de esa noche de Santa, El Jarameño y amigos y amigas que los acompañan, integran en esta obra, la más difundida de sus novelas, una de las noches del 15 de septiembre más coloridas, abigarradas y convincentes con que cuenta la narrativa nacional. Santa, una de las primeras novelas “objetivas” sobre la ciudad de México, ofrece la visión de los proscritos sobre este festejo: “Usted nos dijo –le responde Santa al Jarameño– que era su patria una ventana con geranios y claveles, ¿verdad?... Pues usted es más feliz que yo, que hallándome en la mía, ni siquiera debo llamarla… Mi patria, hoy por hoy, es la casa de Elvira, mañana será otra, ¿quién lo sabe?... Y yo… seré una…”puta.
Carlos González Peña (1885-1955).- Más conocido como historiador y crítico literario, escribió Cuatro novelas, entre las que sobresalen la primera, La Chiquilla (1906), y la última, La fuga de la quimera (1919). De La Chiquilla, novela que entrevera costumbrismo, realismo y naturalismo, arranqué un trozo del capítulo XI, que describe el paseo motivado por razones sentimentales y patrióticas que emprenden al Zócalo, Lena (la Chiquilla) y su cuñado Eugenio. La caminata le permite a González Peña ahondar en la psicología de ambos personajes y asomarse a la psicología de la multitud que concurre a esta verbena cívico-popular. El arte de escribir del autor va más allá del que practicaron los realistas y no se atreve a equipararse con el “feísmo”, más o menos científico de Gamboa.
José Rubén Romero (1890-1952).- De su amplio relato autobiográfico Apuntes de un lugareño (1932) separé el capítulo XIII, que relata la ceremonia del 16 de septiembre de 1912 celebrada en el Teatro Ocampo de Morelia, día en que el doctor Miguel Silva tomó posesión como gobernador de Michoacán. La primera de las dos estrofas que se incluyen forma parte del poema “Ave” (septiembre de 1912) dedicado al gobernador Silva, del cual Romero fungió como secretario privado. La segunda estrofa no aparece en ninguno de sus poemas coleccionados. Apuntes de un lugareño ofrece una serie de imágenes evocadas con emoción y escritas en un lenguaje directo y franco, a veces poético y a veces crudo: parece el out-line de un futuro libro que el autor no llegó a escribir.
Carlos Fuentes (1928).- A lo largo de su producción novelística, Fuentes es un escritor nutrido en la tradición (nacional y universal) y al mismo tiempo un escritor culto que conoce la literatura de su tiempo. En el momento en que surge, 1954, rompe con nuestro pasado inmediato y se lanza a crear una novela acorde con los años cincuenta. Con La región más transparente, 1958 (de donde tomé, “Calavera del quince”), la prosa mexicana le toca las golondrinas al campo (por un largo periodo) y se instala en la gran ciudad; asimismo coloca una corona fúnebre en la tumba de la novela nacionalista tradicional y se lanza a que la reconozcan cómo uno de los signos del México que intenta abandonar el subdesarrollo. La región, novela conscientemente caótica, refleja el universo que describe: arribista, simulador y poderosamente joven. Con esta obra Fuentes aclimata entre nosotros el realismo crítico, el cual abandonó en la hora precisa.
* Emmanuel Carballo, Las fiestas patrias en la narrativa mexicana, coedición editorial Jus y el CNCA
Crónica antropológica-fotográfica: Pascual Borzelli Iglesias para Crónica Antropológica.
Diseño y edición: Miguel Borzelli Arenas.
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